Los mártires de la fe del siglo XX en España, y en particular nuestras Hermanas, vivieron su fe en condiciones de un fuerte laicismo y hostilidad ambiental. Al verse expulsadas de sus comunidades y lugares de servicio y misión, amenazadas y perseguidas, buscaron salvar su vida en casas y pensiones que les sirvieron como refugio, pero los perseguidores dieron con ellas.
Frente a la crispación y violencia del ambiente fueron testigos de misericordia, bondad, perdón y reconciliación haciendo realidad las Bienaventuranzas como parte esencial del Evangelio.
Ante las propuestas de infidelidad a la vocación, se manifestaron como testigos firmes de la Fe, invitándonos a confesarla con valentía y coherencia de vida cristiana uniendo de forma inseparable fe y caridad.
Frente al egoísmo y mercantilismo de la sociedad, vivieron la vida y la vocación en gratuidad; la recibieron como un don y la entregaron como regalo, en amor y libertad, para manifestar el amor más fuerte que la muerte, a su Maestro y Señor Jesús.
Ante el empeño de muchos perseguidores por hacer desaparecer a Dios de la vida de los hombres, ellas pusieron de relieve la firmeza de su Fe, la fuerza de su esperanza y la plenitud de su fidelidad al Amor.
Frente a la superficialidad religiosa y la falta de fe en el ambiente del momento, ellas cultivaron la vida interior y dieron mucha importancia a la fidelidad en las cosas pequeñas del diario vivir.
Ante la angustia y el miedo ellas pusieron su fe en Dios, rezaron, acrecentaron su unión fraterna y celebraron la Eucaristía para tomar fuerzas, perdonar y afrontar con fe y serenidad la muerte.
No improvisaron la fortaleza y serenidad de la hora final. Fue un don del Espíritu Santo que pidieron y acogieron; estaban habituadas a ello porque como Hijas de la Caridad habían vivido la misión de cada día en apertura total al Espíritu Santo que guió sus vidas.
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