Hemos comenzado el año de la fe. Es una nueva invitación a abrir la puerta de la fe, abrirnos a la esperanza, a la luz, a descubrir la vida con otro color, con otra intensidad. La fe cristiana tiene un horizonte de ple-nitud, de vida, pero concebida no como fruto de autorrealización, sino como consecuencia de un encuentro con el Señor Jesús que dota a la vi-da de un nuevo sentido, un nuevo horizonte, de una orientación decisiva.
A lo largo de una jornada ¡cuántas veces! podemos acudir a abrir la puerta de nuestra casa porque alguien ha llamado. Es una rutina a la que no solemos prestar demasiada atención, a no ser que estemos esperando una visita, ¡y no digamos si esa visita es importante para nosotros!.
Otra puerta a la que llaman también constantemente es a la puerta de nuestro corazón, de nuestra vida. ¿Quién llama? El Señor. De muchas maneras nos llama y se hace presente. Por lo tanto abramos los ojos ante quien tenemos en el quicio de nuestra puerta, porque es Dios – diría San Vicente – quien nos espera en los pobres. Y cuando un pobre viene a llamar a nuestra puerta ¿sabemos recono-cer en él al Señor que nos llama, nos reclama, nos insta a darle parte de nuestra vida?
Quizás deberíamos abrir algo más los ojos para poder reco-nocerle. Los discípulos de Emaús no vieron, tan solo le reconocie-ron en el trato con él. Previamente tuvieron que abrir la puerta de su casa y su corazón para entender, para comprender y ver con los ojos de la fe.
El Señor ciertamente está llamando a nuestra puerta. Él puede elegir la manera de "tocar", de "hacerse oír". En medio de tanto ruido, de las prisas, de la actividad frenética y exacerbada, no podemos captar el susurro casi imperceptible de quien llama y grita con voz ahogada por el dolor, el hambre, el llanto y la nece-sidad. Un susurro suave pero constante que, sin violentar, va ha-ciéndose hueco entre nosotros, va tocando nuestras puertas, va haciéndose presente y nos sigue preguntando "¿me abres?".
A lo largo de una jornada ¡cuántas veces! podemos acudir a abrir la puerta de nuestra casa porque alguien ha llamado. Es una rutina a la que no solemos prestar demasiada atención, a no ser que estemos esperando una visita, ¡y no digamos si esa visita es importante para nosotros!.
Otra puerta a la que llaman también constantemente es a la puerta de nuestro corazón, de nuestra vida. ¿Quién llama? El Señor. De muchas maneras nos llama y se hace presente. Por lo tanto abramos los ojos ante quien tenemos en el quicio de nuestra puerta, porque es Dios – diría San Vicente – quien nos espera en los pobres. Y cuando un pobre viene a llamar a nuestra puerta ¿sabemos recono-cer en él al Señor que nos llama, nos reclama, nos insta a darle parte de nuestra vida?
Quizás deberíamos abrir algo más los ojos para poder reco-nocerle. Los discípulos de Emaús no vieron, tan solo le reconocie-ron en el trato con él. Previamente tuvieron que abrir la puerta de su casa y su corazón para entender, para comprender y ver con los ojos de la fe.
El Señor ciertamente está llamando a nuestra puerta. Él puede elegir la manera de "tocar", de "hacerse oír". En medio de tanto ruido, de las prisas, de la actividad frenética y exacerbada, no podemos captar el susurro casi imperceptible de quien llama y grita con voz ahogada por el dolor, el hambre, el llanto y la nece-sidad. Un susurro suave pero constante que, sin violentar, va ha-ciéndose hueco entre nosotros, va tocando nuestras puertas, va haciéndose presente y nos sigue preguntando "¿me abres?".
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